La Feliz cumple un añito de vida. Sí, señores. Un año ya, pero mirá vos, si parece que fue ayer, cómo crecen los chicos, en cualquier momento te cae con novio, etcétera, etcétera. Créase o no… mi blog, y yo como blogger, cumplimos un año. Cumpleaños virtual pero cumpleaños al fin y hay que celebrarlo.
¿Fiesta o viaje? se cuestiona la quinceañera indecisa. ¿Celebración o fiesta? me pregunto yo, más propensa a la disquisición filosófica que a la cosa práctica. ¿Comemos o no comemos? preguntan mis hijos y mi marido, plato y tenedor en mano.
Pero, momentito, paren el mundo por un rato, que la ocasión amerita el debate sobre esta y otras cuestiones aparentemente menores. Y les digo por qué: porque entre la celebración y la fiesta se da una relación equivalente a la del fondo con la forma. ¿No les dije? Filosofía pura.
La celebración alude a cierta predisposición “álmica”, como decía Macedonio Fernández y la fiesta viene a ser la expresión de ese espíritu. Todo irá bien mientras ambas estén en equilibrio y si no, bueno, ya se sabe: comienzan algunos de los eternos conflictos que sobrevienen cuando fondo y forma se desarmonizan.
La vida es una fiesta
Por estos tiempos es muy popular la fiesta loca y casi todo el mundo aspira a tirar la casa por la ventana hasta en ocasión del cumplemes del pececito del nene. La sana y loable aspiración de agasajar a los seres queridos convidándolos con lo mejor de la propia cosecha ha sido reemplazada por cierta obsesión por la bacanal, incluso entre los espíritus sencillos. Y con tal de que no falte caemos en la desmesura de comer hasta el hartazgo, beber hasta la inconciencia y gastar hasta el último centavo.
De unos años a esta parte todos los cumpleaños son como fiestas de quince, las fiestas de quince parecen casamientos y los casamientos emulan la entrega de los Oscars, con alfombra roja, números en vivo y hasta maestro de ceremonias.
Fiel a su propósito, la mercadotecnia del fiestononón instaló una variedad inabarcable de productos y rituales destinados a traicionar el espíritu celebratorio: desde el papel picado hasta la ceremonia de las quince velas, pasando por los videos con exteriores, los globos inflados con helio, el glitter, la torta con cintitas (en las últimas décadas desplazada por algo aún peor: los copones con cintitas), el revival de los miriñaques, las fotos con efecto y el insufrible “Meneaíto”.
¿Bailamos?
Como fideos sin queso, como amor sin besos, como mañanas sin sol… así son las fiestas sin baile. Porque bailar es una de las formas más hermosas de expresar el amor y la alegría.
Y aunque no hace falta ser Julio Bocca para disfrutar de una noche de ritmo, están quienes mueven sus cuerpos con cierto respeto por las leyes de la dinámica y los otros, seres a quienes quizás les falte alguna conexión entre el oído y la musculatura.
Mi marido, por ejemplo, pertenece a la estirpe de los pataduras. No hay manera de hacerlo quebrar la cintura. Embebido de clima festivo (y de algunas otras cosas) puede llegar a jugarse con movidas audaces como sumarse a un trencito, enrollarme en su brazo para hacerme girar, o ser el férreo sostén de un túnel que atravesarán, divertidísimos, la cumpleañera y su padrino. En la cumbre de la fiesta puede llegar incluso a proponerme que vayamos juntos a aprender a bailar tango. Pero, invariablemente, lo olvidará al día siguiente.
Lo más triste es que, con los años, me he ido acomodando a sus movimientos y poco a poco compruebo que los míos son cada vez más pobres. Que una no sería Thalía pero bailando se defendía, y ahora…
En la vereda opuesta están los aparatosos, aquellos que aman ser el centro de la ronda y no dudan en sumarse a la danza de los recién casados para un original vals en trío. Su momento de gloria suele darse al ritmo de la música disco de los setenta (se descamisan a lo John Travolta), la lambada y los acordes de “¿Qué tendrá el petiso?”.
Justamente en una fiesta yo pensaba el otro día, qué bueno sería ser presidenta de Sadaic y extraviar disimuladamente y sin posibilidad de retorno el archivo con los discos de reggaeton editados en el país y, por las dudas, en toda América. O mejor aún, llegar a la presidencia de la Nación para firmar el más delicioso de los decretos: el que prohíba la circulación, difusión y propagación de cualquier material discográfico conocido o por conocer, escrito, editado y/o interpretado por Ricardo Arjona y, por supuesto, su ingreso al país.
En fin, soñar no cuesta nada.
Seguiría hasta agotarlos con esta reflexión tan fiestera pero, con dolor en el alma, debo dejarla aquí; es que tengo una cita impostergable con la party planner.
Muchas gracias a todos por acompañarme en este primer año, los invito a sumarse a la encuesta. Levanten las copas, chin chin y que siga el baile.