24 de noviembre de 2008

FELIZ DE MÍ (A MODO DE ACTA FUNDACIONAL)


Loco sueño de trasnochados, anhelo profundo del alma, búsqueda interior o apenas una quimera… ¿qué es la felicidad?

Es mucho lo que se ha dicho y escrito sobre la felicidad… y no es para menos porque alcanzarla parece ser parte de nuestra esencia como personas. Pero aunque todos queremos ser felices, no existe un concepto de felicidad unívoco ni definitivo.
A lo largo de la historia del pensamiento, filósofos y pensadores de todas las culturas han ahondado en la idea de la felicidad y nos han dejado una herencia de sabiduría exquisita que, aunque más no sea de refilón, vale la pena volver a revisar.
Desde la filosofía oriental, el budismo sostiene que para lograr la felicidad el hombre ha de independizarse cuanto le sea posible de la materia. Según esta concepción el problema radicaría en el deseo que, al no poder ser eternamente saciado, nos genera dolor. Suprimiendo el deseo, se termina el dolor.

En Occidente cada escuela filosófica planteó su propio concepto de felicidad, que en líneas generales se ha reconocido como algo más mundano: desde Tales de Mileto hasta los humanistas la idea de felicidad ha estado ligada siempre a la de un estado de satisfacción ligado a la propia situación en el mundo y a la abundancia de bienes materiales y espirituales.
Platón y Aristóteles fueron los primeros en relacionar ese estado de satisfacción con la virtud y la verdad. San Agustín recomendó la vuelta al hombre interior como camino de felicidad. Lo que es, en realidad, una reformulación de aquello que sentenció su maestro Séneca: conócete a ti mismo.

¿Qué pasó después, si íbamos tan bien…?


Pareciera ser que entre los filósofos modernos más influyentes cundió el espíritu romántico que exaltaba los estados de dolor y sufrimiento por su intensidad y fecundidad creativa. A eso se sumó el auge del racionalismo y es de creer que gente como Descartes mirara con cierto desprecio la cuestión de la felicidad, a la que consideraría patrimonio de los hombres vulgares.
Y así fue que el tema quedó en manos de los librepensadores que se encargaron de montar una cultura que justificara el mercado y sus leyes.

Entonces vino la gran confusión que fue operando por reducción: la felicidad se redujo al éxito, el éxito se identificó con el placer, el placer pasó a ser bienestar y el bienestar, ni más ni menos que capacidad de consumo.
Sospechosamente light, diría Calamaro.


Pero la verdad es que, más de una vez uno ni siquiera sospecha, metido de pies a cabeza como está en la loca carrera que no se sabe muy bien a dónde conduce. O tal vez sí, desde lo intelectual se perciba que la cosa no puede ser tan lineal ni despiadada (la felicidad sólo para los que pueden pagarla) pero el mensaje se cuela por los poros y se hace carne y aunque sospechemos que algo-anda-fallando-en-el-sistema, el daño ya está hecho: nos sentimos infelices por no encajar, por no hacer, por no cumplir con lo que se supone que está estipulado cumplir.


Hasta que llega el clic.

Que tampoco es de una vez y para siempre, para qué nos vamos a engañar…

Pero pasa que a partir de determinado momento intuimos que la felicidad es un destino posible y que tiene que ver con lo que somos, con eso que llevamos profundamente arraigado en el fondo del corazón, con dejarnos fluir y florecer, con potenciar fortalezas y fortalecer debilidades…

Comprendemos de golpe, aunque siempre lo supimos, que, ante todo necesitamos dar y recibir de nuestra gente, que sólo el amor convierte en milagro el barro.

Poco a poco nos vamos dando cuenta de que la felicidad no es una lotería ni una colección de lindos momentos o un destino literario. Ni tampoco esa materia fugaz de la que están hechos los sueños, algo inasible, casi insustancial... Vamos entendiendo que la felicidad es una conquista diaria, algo que sucede aquí y ahora, no importa cuan fotogénico sea el tiempo que nos toca vivir.

A veces el clic llega en un momento difícil, en esos días en los que a nadie se le ocurriría sacarse una foto para el álbum. Y, a veces, como en mi caso, tiene que ver con la experiencia única de un encuentro personal con Dios.


Entonces empezamos a aceptar que no podemos solos. Comprendemos que la propia felicidad va insoslayablemente ligada a la felicidad de los otros, la de los que amamos y la de aquellos a quienes la historia ligó a nuestras vidas.

Y después de algún tiempo de rumiar estas cuestiones uno va entendiendo que es necesario desenterrar los talentos y hacerlos fructificar, que hay que trabajar mucho, que la felicidad nada tiene que ver con la comodidad y que el cielo es para los que se animan a construírlo acá, en la tierra.

Como parte de ese proceso de descubrimientos y confirmaciones fue que surgió la necesidad de abrir este espacio. Y luego de una larga lucha interior y de vencer perezas, miedos y prejuicios (¿el fantasma de Cohelo, tal vez?), aquí estoy.



En principio porque tengo vocación de mensajera y es tarea del mensajero dar a conocer las buenas noticias, aunque nadie se las pida.Y además porque en lo que a mí repecta, la felicidad pasa también por poner la vida en palabras.

O dicho de otra manera: sólo puedo ser plenamente feliz si lo escribo.