16 de febrero de 2009

HISTORIAS DE AMOR

Cada 14 de febrero un batallón de enamorados del mundo entero homenajean al objeto de sus deseos con obsequios, halagos o salidas, para celebrar lo que hace años se conoce como “Día de San Valentín”.
Pero la procedencia de este festejo es tan dudoso como pueden serlo a veces las cuestiones del corazón.
En las listas de mártires cristianos figuran al menos tres santos de nombre Valentín y no hay certezas sobre la existencia de ninguno de ellos. El hecho de tener un día para celebrar al amor y a sus protagonistas podría tener un antecedente en la Antigua Roma y sus fiestas Lupercales, rituales paganos en honor al Fauno Luperco (Lupus significa “lobo”) que protegía a los pastores y que también se asociaba con la fertilidad. Así que hacia finales del siglo V D.c. el Papa Gelasio I resumió las leyendas que circulaban sobre San Valentín y se apropió de la tradición de las lupercales instaurando el 14 de Febrero como Día de San Valentín. Siglos después, en el año 1969, fue la misma iglesia la que dejó de celebrar esa efeméride por no tener datos positivos sobre el santo en cuestión.
De cualquier manera es hecho probado que la gente vive enamorada y que el amor es uno de los grandes motores que hacen mover al mundo. No deja de ser alentador que se dedique al menos un día al año a celebrar el sentimiento.
Toda historia puede encerrar una historia de amor. Puede ser un gran amor, un amor muy pequeño y fugaz o un amor que nunca pudo ser. Para festejar también nosotros al amor en su día acá les dejamos dos simples historias de amor.
MDS

UN GUARDAPOLVO Y UN AMOR

Era un lunes lluvioso y frío. Como todas las mañanas, salía de mi casa rumbo a la escuela, caminando al lado de mi hermano. A menos de dos cuadras, nos encontrábamos con otra pareja de hermanos, mujer y varón, que se unían en nuestro peregrinar lento hasta el colegio. Los cuatro éramos moderadamente amigos; yo más compañera de los chicos, con los que jugaba al fútbol en la cancha del baldío vecino. Igual la caminata matinal se hacía amena y las diez cuadras se pasaban como un suspiro.
Pero esa mañana las cosas no serían como siempre. Las calles de Alto Verde ya por ese entonces quedaban anegadas con una modesta lluvia, ni hablar de lo inundadas que podían llegar a estar si se desataba un temporal. Era casi tradición sacarse las zapatillas para cruzar La Hierra, con los pantalones subidos hasta las rodillas. Pero esa mañana, insisto, la lluvia era raramente benévola y nos permitía ir sorteando charcos con sólo estirarnos un poco y saltar otro tanto. Llegados a La Posta, nos topamos con un enorme charco, esta vez de barro. Mi hermano, siempre ágil, cruzó sin inmutarse y desde la vereda de la clásica farmacia del barrio me arengaba a saltar pronta a su encuentro. Yo estaba midiendo la extensión de mis piernas para realizar con éxito la pirueta cuando me sentí elevada por el aire, por una fuerza que me levantaba por detrás, cual novio que ingresa a su recién esposa por el umbral del flamante nido de amor. Mi improvisado príncipe (a quien no voy a mencionar porque estimo sigue viviendo en la zona) me había levantado en sus brazos, para hacerme sortear ese obstáculo que para mí parecía imposible. Lo que él seguro no calculó fue que el peso de una casi desarrollada niña de nueve años sería demasiado para las fuerzas de un esmirriado varón de once, y tras intentar dar el inicio del salto triunfal me resbalé de sus brazos para quedar sentada de cola en el medio del barro. Mi guardapolvos blanco parecía el cuero de un dálmata, mi orgullo había quedado enterrado bajo la última gota del charco y mi hermano lanzaba carcajadas tipo Cruella Deville al escuchar a mi frustrado salvador decirle “Pegame, porque la tiré a tu hermana al barro”.
Esta es la primera historia de amor de mi vida, la historia de un amor que no fue, tal vez la parábola de los tropiezos que se siguieron sucediendo sin descanso hasta que, muchos años más tarde, llegó mi verdadero príncipe, el que comparte ahora mis días y mis noches, el padre de mis hijas, el mismo que entre amigos disfruta rematar nuestras anécdotas diciendo entre risas “Yo a vos te saqué del barro”.
Mariana de los Santos

UN AMOR DE VERANO, TODA LA VIDA


Cuando era chica pensaba que mi gran amor vivía en algún rincón de Córdoba, ahí nomás, en mi barrio, muy cerca de mi casa. Incluso me animaba a fantasear que nuestros destinos se cruzarían en la Avenida Núñez algún domingo por la tarde, yo divina, él hermoso y viviríamos juntos, felices por siempre jamás.
Lo cierto es que ni pensé en esto cuando un día de finales de enero mi papá nos propuso ir de vacaciones a Mar del Plata, todos juntos, en familión, con poca plata, claro está. Yo tenía dieciocho años y nunca antes mis vacaciones habían transcurrido tan lejos y hasta ese momento no había visto más oleaje que el del río Suquía en sus crecidas.
El plan-aventura fue aceptado por unanimidad y hacia Mar del Plata partimos. Éramos un grupo nutrido y complejo, una de esas familias que los psicólogos de hoy en día no dudan en tildar como “disfuncionales”.Pero simpáticos.
Pasadas las primeras emociones, el encuentro con el mar y los lógicos problemas de convivencia llegó la posibilidad de adentrarme en el espacio de la noche marplatense.
Era febrero, era domingo (un detalle intrascendente, apenas anecdótico porque ya se sabe que en vacaciones todos los días son sábados o domingos) y yo movía mi anatomía en un bailable de la costa. Mil veces, hasta creérmelo, había escuchado y repetido aquello de que “al amor de tu vida no lo vas a conocer en un boliche”. Primer mito derribado: ahí estaba él, con unos ojos verdes increíbles, invitándome a bailar.
Los días siguientes fueron como extractados de una película de Disney, de esas en las que al final el príncipe besa a la princesa. Qué tema: el primer beso. Y yo que no quería que ese fuera el final sino todo lo contrario.
Todavía no estaba de moda festejar el día de los enamorados pero a una romántica de lecturas ligeras como yo jamás se me podía escapar ese detalle. Y, por supuesto, hice todo lo posible para estirar el tiempo, para que el primer beso llegara en pleno San Valentín.
Y llegó, nomás, como llegan las cosas buenas. Y al primero le siguieron otros, matizados con miles de palabras, miradas, caricias y el marco de un verano increíble. Así de sencillo fue que me enamoré locamente ¡¡¡de un príncipe extranjero!!!
La vuelta a Córdoba no fue fácil porque todos sabemos de memoria que los romances a la distancia no funcionan. Segundo mito derribado: a siete años de cartas, breves visitas breves, encuentros idílicos y millones de pesos invertidos en facturas telefónicas finalmente los coronamos como Dios manda, yo de blanco, él de riguroso smoking en una iglesia en Córdoba, muy cerca de mi casa materna, eso sí.

De todo eso ya pasó mucho tiempo…Y acá estamos, muy felices los dos junto a nuestros niños disfrutando el verano en nuestra casa a pocas cuadras del mar mientras nos preparamos para celebrar otro aniversario del primer beso.

(A veces, sólo a veces, me inundan unas ganas como de Suquía. Especialmente en época de crecidas.)


AGRADECIMIENTO ESPECIAL A MARIANA DE LOS SANTOS.
PUBLICADO EN REVISTA IMPRONTA, CÓRDOBA, FEBRERO DE 2008.