Eran las ocho y veinticinco cuando, por fin, pudo salir de
su casa. Mientras cerraba la puerta tuvo por primera vez la sensación de que
algo le faltaba. Repasó mentalmente la conversación de diez minutos antes con
Sandra, la niñera: la ropa para después del baño, instrucciones claras sobre
horarios de almuerzo y siesta, el dinero del pago. No, con Sandra no había
quedado nada pendiente, esa chica le daba tranquilidad, cuidaba a su hija casi
tanto como ella misma y la beba la adoraba.
Se miró los zapatos y las medias. Todo bien. Volvió a mirar
el reloj y apuró el paso para llegar a la parada del colectivo a tiempo de
tomar el de las ocho y media. Las dos cuadras le sirvieron para seguir repasando
in mente la agenda del día. Dos reuniones con clientes, pasadita por la
municipalidad para ver el expediente de la habilitación y algunas compras en el
centro. Abrió el cierre del maletín y espió el contenido: llevaba la carpeta
azul, las copias del contrato, la orden de farmacia para las vitaminas de la
beba y el recibo de la tintorería para retirar el saco de Pablo. Estaba todo. Y
sin embargo no podía abandonar la idea de que olvidaba algo.
Corrió y alcanzó el colectivo. Se subió haciendo malabares
para no romper los tacos, ni enganchar las medias, pagar el boleto y no pegarle
a nadie con el bolso. A su lado un adolescente escuchaba cumbia a todo volumen.
¿No tendría que estar en el colegio ese chico? Una frenada abrupta del chofer puso a prueba
su estabilidad. Se aferró con fuerza al pasamano. Después de todo, esto no era
peor que dar vueltas buscando lugar para estacionar en pleno centro.
Al llegar a la parada alguien se encargó de tocar el timbre.
Bajó con cuidado y miró otra vez la hora. Nueve menos diez, se tenía que
apurar. Recorrió los trescientos
cuarenta metros que había hasta el
edificio de oficinas donde trabajaba, prácticamente volando, esquivando baldosas
rotas y todo tipo de obstáculos callejeros. Un ruidito mínimo, imperceptible para oídos no
entrenados, le advirtió que acababa de iniciarse una corrida en la media. Miró
hacia atrás y la vio: apenas un milímetro, justo debajo del talón.
Al momento de empujar la puerta del edificio, sonó el
celular. Para cuando pudo sacarlo del bolso, habían cortado. Después tendría
que devolver la llamada. Y encima, esa
molesta sensación de haber dejado algo pendiente. Se sintió acalorada y cansada…
y todavía el día no había empezado! Pero juntó valor, sonrió y pidió a una
señora que subía al ascensor que, por favor, la esperara. Al entrar en la caja la sorprendió encontrarse con cuatro personas más. Mientras no nos pasemos
del peso, pensó y se miró en el espejo, la cara ruborizada por el apurón.
Apretó el botón del piso doce. Cuatro minutos pasaban de las
nueve de la mañana. Tenía por delante un día movido. Hacía calor, especialmente
para subir doce pisos encerrada en un cubículo de uno por uno en compañía de
cinco desconocidos. Fue justo en ese
instante cuando, al fin, se acordó de qué era lo
que le estaba faltando. El desodorante. Por salir a tiempo, había olvidado
ponerse desodorante. Suspiró.