8 de marzo de 2013

MUJER REAL


Eran las ocho y veinticinco cuando, por fin, pudo salir de su casa. Mientras cerraba la puerta tuvo por primera vez la sensación de que algo le faltaba. Repasó mentalmente la conversación de diez minutos antes con Sandra, la niñera: la ropa para después del baño, instrucciones claras sobre horarios de almuerzo y siesta, el dinero del pago. No, con Sandra no había quedado nada pendiente, esa chica le daba tranquilidad, cuidaba a su hija casi tanto como ella misma y la beba la adoraba. 


Se miró los zapatos y las medias. Todo bien. Volvió a mirar el reloj y apuró el paso para llegar a la parada del colectivo a tiempo de tomar el de las ocho y media. Las dos cuadras le sirvieron para seguir repasando in mente la agenda del día. Dos reuniones con clientes, pasadita por la municipalidad para ver el expediente de la habilitación y algunas compras en el centro. Abrió el cierre del maletín y espió el contenido: llevaba la carpeta azul, las copias del contrato, la orden de farmacia para las vitaminas de la beba y el recibo de la tintorería para retirar el saco de Pablo. Estaba todo. Y sin embargo no podía abandonar la idea de que olvidaba algo.

Corrió y alcanzó el colectivo. Se subió haciendo malabares para no romper los tacos, ni enganchar las medias, pagar el boleto y no pegarle a nadie con el bolso. A su lado un adolescente escuchaba cumbia a todo volumen. ¿No tendría que estar en el colegio ese chico?  Una frenada abrupta del chofer puso a prueba su estabilidad. Se aferró con fuerza al pasamano. Después de todo, esto no era peor que dar vueltas buscando lugar para estacionar en pleno centro.

Al llegar a la parada alguien se encargó de tocar el timbre. Bajó con cuidado y miró otra vez la hora. Nueve menos diez, se tenía que apurar. Recorrió los  trescientos cuarenta metros  que había hasta el edificio de oficinas donde trabajaba, prácticamente volando, esquivando baldosas rotas y todo tipo de obstáculos callejeros. Un ruidito mínimo, imperceptible para oídos no entrenados, le advirtió que acababa de iniciarse una corrida en la media. Miró hacia atrás y la vio: apenas un milímetro, justo debajo del talón.

Al momento de empujar la puerta del edificio, sonó el celular. Para cuando pudo sacarlo del bolso, habían cortado. Después tendría que devolver la llamada.  Y encima, esa molesta sensación de haber dejado algo pendiente. Se sintió acalorada y cansada… y todavía el día no había empezado! Pero juntó valor, sonrió y pidió a una señora que subía al ascensor que, por favor,  la esperara. Al entrar en la caja la sorprendió encontrarse con cuatro personas más. Mientras no nos pasemos del peso, pensó y se miró en el espejo, la cara ruborizada por el apurón.
Apretó el botón del piso doce. Cuatro minutos pasaban de las nueve de la mañana. Tenía por delante un día movido. Hacía calor, especialmente para subir doce pisos encerrada en un cubículo de uno por uno en compañía de cinco desconocidos.   Fue justo en ese instante cuando, al fin, se acordó de qué era lo que le estaba faltando. El desodorante. Por salir a tiempo, había olvidado ponerse desodorante. Suspiró.

1 comentario:

Sole dijo...

Pequeño homenaje en clave de humor.De una mujer a la que le pasan estas cosas para todas las mujeres que sostienen el mundo.

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